Jugar de cuerpo y alma, nuestro punto de partida

24 de abril de 2018

*Suzana Macedo Soares

Desde su nacimiento en Brasil, al inicio de los años 2000, el movimiento Alianza por la Infancia invierte en la sensibilización sobre la importancia del juego libre. Sin la posibilidad del juego y lo que este promueve, como tiempo, espacio, convivencia con la naturaleza, apoyo de los adultos, ambiente pacífico, no es posible una niñez digna y saludable. El juego libre favorece a iniciativa, la investigación, la autonomía, la creatividad y la socialización, y está unido al comienzo de la vida. Sabemos que, desde que nacemos, somos seres capaces de sentir, de percibir y de interactuar. Pero, ¿en qué momento el niño comienza a jugar?

Cuando el bebé descubre sus manos, se queda observándolas y pasándolas frente a sus ojos por largos períodos, hasta que logra tener el control sobre sus movimientos y puede seguirlas con sus ojos, lo que ocurre alrededor del segundo mes de vida. Poco a poco él va percibiendo que puede aproximar, alejar, abrir y cerrar las manos. Ellas se vuelven su primer juguete.

Esta afirmación se basa en las investigaciones de la pediatra húngara EmmiPikler, quien trabajó como médica de familia y dirigió el Instituto EmmiPikler en Budapest. En esa institución creada después de la Segunda Guerra Mundial para cuidar niños de hasta tres años de edad, huérfanos o abandonados, ella trabajó por más de 40 años y pudo confirmar, por medio de observación constante y de investigaciones científicas, sus ideas sobre el sano desarrollo infantil.

Según el abordaje Pikler, a partir del tercer o cuarto mes, cuando el bebé comienza a quedarse despierto por más tiempo debe ser acostado de espalda en el piso, rodeado de algunos objetos simples, como una sábana, para que pueda tocar, sentir, oler y colocar en la boca.

Poco a poco aprenderá que puede tomar algo y soltarlo, sacudirlo, refregarlo y golpearlo, que sus movimientos generan efectos sobre los objetos, que puede jugar según su iniciativa y libertad y apropiarse del mundo que lo rodea.

Mientras juega libremente, el bebé descubre los puntos de apoyo del cuerpo que le garantizan la conquista de nuevas posturas y movimientos. Se voltea de lado, de bruces, se arrastra, se sienta, gatea, se queda de pie y anda sin que el adulto deba interferir directamente para que eso suceda. De esta forma va encontrando, por sí mismo, posiciones confortables para explorar los juquetes.

Pero, para que el bebé se sienta seguro y confiado para jugar con autonomía, el adulto de referencia debe establecer un vínculo afectivo de confianza que, de acuerdo con EmmiPikler, debe ser construido durante los momentos del cuidado. Tenemos entonces que, desde el inicio de la vida, el juego libre está asociado al cuidado con afectividad y al sano desarrollo físico y emocional.

Durante toda la niñez, a partir del vínculo el niño hará de su ambiente un gran laboratorio, resignificando los objetos que están a su alcance, investigando, aprendiendo, desarrollando su cuerpo, su inteligencia y construyendo su personalidad.

Le corresponde al adulto el papel de facilitador, sin dirigir el juego, imponer reglas o determinar actividades. Percibiendo el momento en el cual el niño requiera de su apoyo; el educador puede motivar, responder preguntas y enseñar ciertas cosas como las reglas básicas de convivencia con otros niños. Esto exige un buen conocimiento de la infancia y de cada niño en particular, mucha atención y disposición.

 

*Especialista en Educación Infantil. Miembro del Consejo Consultivo de la Alianza por la Infancia, de la RNPI- Red Nacional de la Primera Infancia, de la Red Pikler Nuestra América y de la Red Pikler Brasil.

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